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Por Ricardo Burgos Orozco
La señora se subió en Balderas con varios manojos de hojas de maíz y otro paquete de vasos de unicel. El vagón venía muy lleno. Yo estaba en la puerta del lado contrario a la salida, como siempre. La invité a acercarse a mi lado para acomodarse mejor con su carga.
Es una mujer de baja estatura, morena, sencilla, con un chaleco rojo y un vestido negro estampado. Se notaba en sus manos que es una mujer de mucho trabajo. Le pregunté hasta donde iba. Me bajo en Copilco y luego tomo una pesera para Cerro del Judío, me dijo ¿De dónde viene? De La Merced. La charla comenzó más animada. Me dijo que tiene un negocio de venta de tamales y atole en su casa; tiene cinco hijos, pero cuatro casados y sólo uno vive con ella ¿Nadie la acompaña porque eso no está ligero? Le pregunté. No, señor, hoy nadie pudo ¡Está pesado! Pues sí, pero que quiere que haga.
Dijo que está yendo cada ocho días por las hojas de maíz porque ya se acerca el Día de la Candelaria y las acumula para que no le falten. Ese día, el 2 de febrero, vende unos 200 tamales a 12 pesos cada uno. El mismo precio para los tamales de Oaxaca En un día normal vende unos 50 tamales ¿Y sí le sale? Pues sale para ganarse un dinerito, pero ya no es mucho negocio. Imagínese, el paquete de hojas me lo dan a 50 pesos y a 100 pesos las hojas de plátano para los tamales de Oaxaca. Muy caro. Y no todas las hojas resultan buenas, hay que desechar varias. También tengo que buscar los mejores lugares para comprarlas. Y a cargar de La Merced hasta su casa, le dije.
Ella ya se acostumbró a ese trajín. Tiene 27 años con el negocio. Antes le ayudaban sus hijos. Después crecieron, tuvieron novia, se casaron y la dejaron. Le platiqué que cuando tenía 12 o 13 años mis papás pusieron una miscelánea en la casa. Como yo era el mayor no me quedaba más remedio que acompañar a mi papá adoptivo a La Merced a comprar la mercancía en una camioneta viejita. Yo era un chavo muy flaquito y me costaba trabajo cargar las cajas de plátano, frijol y otras mercancías. Iba caminando como borrachito en la calle, zigzagueando, con el bulto en mis hombros. Sufría mucho y acababa con la espalda irritada. Y luego, también me tocaba atender a la clientela. La señora me contestó: ojalá que yo tuviera aunque sea una camioneta viejita para no andar cargando de tan lejos ¿Y sabe manejar? Tampoco, me contestó. Me reí de buena gana.
A la señora le cedió por fin un asiento un chavo que se hizo el disimulado durante casi todo el trayecto y se levantó sólo cuando se iba a bajar. Me despedí de ella en Coyoacán deseándole mucha suerte. Olvídense de sus dietas y compren tamales. Recuerden que son pura vitamina.