Espectáculos / Cultura por: Equipo de redacción El trabajo de campo, reivindicado por una decena de antropólogos y un arqueólogo 2020-04-17

Es una lectura llena de anécdotas, pero sobre todo de reflexiones sobre los desafíos de la disciplina en las complejas e impredecibles sociedades del siglo XXI

Antes que la pandemia de COVID-19 retuviera a cada quien en sus hogares, miles de personas, entre ellos influencers, youtubers e instagramers, atiborraban las redes sociales con sus experiencias en lugares remotos y su “cercanía” con otros seres humanos. Partiendo de que un antropólogo no es un viajero cualquiera, mucho menos un turista, una decena de ellos y un arqueólogo reivindican el trabajo de campo.

Sus experiencias pueden leerse en el número 4 de Rutas de Campo, publicación semestral del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), disponible junto con otras ediciones de la institución en la página electrónica: https://revistas.inah.gob.mx, como parte de la campaña de difusión “Contigo en la distancia”, impulsada por la Secretaría de Cultura del Gobierno de México, durante este periodo de contingencia sanitaria.

Los coordinadores del número, Francisco Javier Guerrero y Cristina Masferrer León, sostienen que el trabajo de campo es una de las herramientas metodológicas más significativas de la antropología, y son estas vivencias las que entretejen los campos de investigación donde se desarrollan sus profesionales.

Pero su práctica no ha sido la misma, es por eso que Eduardo González explora las maneras de hacer trabajo de campo en México desde principios del siglo XX, con la intención de identificar los aspectos distintivos de la práctica etnográfica de la tradición antropológica nacional. Explica que este desarrollo se vincula con la caracterización de ciertos actores sociales y con la construcción de éstos como “étnicos”, “indígenas” o “negros”.

Para González, el principal desafío del trabajo de campo etnográfico se encuentra vinculado a la identificación territorial de los pueblos indígenas y afrodescendientes en el México contemporáneo, y la explicación de su historia y de su identidad en términos de la relación entre ellos y el territorio que consideran propio, y del cual se han apropiado material y simbólicamente.

El trabajo de campo etnográfico que puede realizarse en el INAH, como una instancia pública de investigación, dice, “ha de continuar una tradición y una preocupación histórica por los pueblos, investigativa y aplicada al mismo tiempo, orientada a la solución de los grandes problemas de la población nacional que en la actualidad —al igual que hace más de un siglo— tienen al territorio como base común.

Después de este necesario repaso histórico, los trabajos de Francisco Javier Guerrero, Elio Masferrer y Milton Gabriel Hernández, presentan sus variopintas experiencias de trabajo de campo cuya amplitud lleva a reflexionar sobre cómo la etnografía se vincula estrechamente con las biografías de los antropólogos.

En “Los antropólogos aprendices de brujos”, Guerrero invita a contextos tan distintos y distantes como la Escuela Nacional de Antropología e Historia en la década de 1960; Catemaco en 1984 o los sismos de 2017 en el sur y el centro de México.

Es necesario —anota— “que en las escuelas de antropología se enseñen aspectos generales de la metodología del trabajo de campo y que, a la vez, ilustren todas las variantes que se presentan en ese ejercicio. Para ello, se necesita exponer casos de este tipo de prácticas. No debe existir, por ejemplo, un antropólogo que desconozca Los argonautas del Pacífico occidental, obra magistral de Bronislaw Malinowski, ni los trabajos señeros de la antropología social británica en África y diversas regiones del mundo, ni la investigación llevada a cabo por Claude Lévi-Strauss en Brasil, la cual dio como resultado Tristes trópicos, libro que deja importantes enseñanzas”.

Guerrero no puede dejar de ser crítico con la deriva que ha tomado la profesión, arguyendo que la simple utilización de las técnicas, por muy avanzadas que sean, no resuelven, por sí mismas, lo esencial: la capacidad teórica y la habilidad práctica de quien hace investigación antropológica para arribar a explicaciones científicas.

“Por ahora, en muchos lugares, y particularmente en México, la antropología se ha estancado en un descripcionismo mal elaborado, que podría realizar cualquier viajero o turista con capacidad de observación, sin necesidad de título profesional alguno. Somos optimistas en el sentido de que en pocos años se generarán nuevos contingentes de antropólogos mucho más capacitados para desarrollar una antropología científica avanzada”, expresa en su artículo.

Aunque Elio Masferrer coincide con su colega en la necesidad de leer obras como las descritas, apunta que la situación para los antropólogos de hoy es más compleja, en la medida que ya no se trabaja con sociedades como las descritas por dichos clásicos de la antropología, sino que se adentra en otras más complejas, con estratificaciones sociales, grupos estamentales, distribuciones espaciales diferenciadas, procesos migratorios, campos laborales claramente definidos, etcétera, que son, a la vez, multiculturales, plurilingues, multiétnicas y multinacionales.

Estas realidades deben enfrentarse y “crearse nuevas propuestas metodológicas, conceptuales y teóricas, y construir técnicas de investigación para entender, comprender, describir y explicar, en la perspectiva de construir modelos predictivos dinámicos. Un paso necesario es la segmentación adecuada del objeto-sujeto de estudio, pero no siempre estamos frente a aldeas o comunidades en las que se puede conocer a todos sus habitantes.

“Tenemos sociedades donde el nivel de agregación-desagregación es clave para su conocimiento adecuado. Mi propuesta metodológica añade la necesidad de configurar una estrategia de investigación que permita al investigador tomar distancia de la sociedad y manejar una suerte de ‘ruptura’ con su proceso de endoculturación, la cual le permita explicar su propia sociedad múltiple”.

Otra diferencia con los antropólogos clásicos, finaliza Masferrer, es que el antropólogo actual ya no es un extranjero en la cultura estudiada, en muchos casos, por no decir la mayoría de ellos, “somos parte de la misma y compartimos valores, juicios y prejuicios con nuestros investigados o, al contrario, somos parte del ‘otro’ confrontado y partícipe de los conflictos, una minoría dentro de la sociedad estudiada”.

El número 4 de Rutas de Campo es una lectura amena y obligada para los antropólogos o para quienes quieran dedicarse a esta disciplina, llena de anécdotas pero, sobre todo, de reflexiones sobre su devenir y sus desafíos en las complejas e impredecibles sociedades del siglo XXI.